Decididamente la visita a las exposiciones -léase también la contemplación de cualquier obra de arte- necesita de una soledad y de un silencio, no solo exterior, sino también y, sobre todo, interior. De un silencio, porque es a partir de esa actitud pasiva, receptiva, desde donde podremos encontrar la justa distancia que toda obra necesita. Pero una vez ahí, en esa especie de espacio neutro que se nos propone, es desde donde únicamente podremos llegar a oír lo que se nos dice; o lo que es lo mismo, podremos llegar a descubrir como nuevo lo que viene con nosotros desde el origen.
Incidimos sobre estas circunstancias del ambiente porque, qué distinto es visitar una exposición el día de su inauguración, a verla algunos días después, cuando las pasiones sociales han ido perdiendo su fuelle natural. Pues eso me sucedió, que decidí volver a la galería LaLuz una tarde de entre semana y justo en el momento que la luz del día comenzaba a declinar.
Desde fuera y antes de entrar, desde el trajín de la calle, uno mira hacia dentro y realmente solo ve un resplandor de luz. Y es que los cuadros de Araceli Reverte casi no se ven, tienen una especie de vaho, o de sustancia vaporosa, que parece disolverlos en ese espacio iluminado en el que se encuentran. Incluso, hasta los cuadros con tema más oscuro, parecen fundirse también en ese efecto casi fantasmal como de estar y no estar al mismo tiempo. Pero es que, se disuelven en la luz, decíamos, como Araceli Reverte, su autora, suele diluirse en el mundo que la rodea. ¿Acaso alguien duda de que cada una de estas obras tiene más de autorretrato encubierto, que de atrevido desnudo? Pues eso, formas de ser por encima del estar.
El tema principal de la exposición, esa excusa que los unifica como titular para ser mostrados, es el clásico desnudo femenino. Sí, en principio todo son desnudos, pero en realidad y más allá de lo que nuestros ojos y nuestra mente nos enseñan, se trata de miradas interrogantes hacia su propio desnudo interior, ese que antecede siempre al vacío del que necesariamente debe brotar la vida. En esta exposición -algo evidente-, no hay formas provenientes de una imagen, aquí solo hay miradas cómplices, preguntas y respuestas, es decir, un diálogo permanente con lo que se mira y lo que se ve. ¿Qué es la pintura si no eso?
En las obras de menor formato aparece el descaro, la valentía; en ellas se adivina una clara intención de búsqueda, como un grito para llamar nuestra atención. Pero es en los grandes formatos donde la autora parece encontrar una respuesta: sobre las decididas líneas de una cadera, sobre un blando vientre, sobre la sutil sombra en una espalda, sobre los luminosos espacios vacíos, sobre aquellas sombras que nos acechan pero que no nos impiden visualizar la vida que en ellos se encarna…
Juan Ballester
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