domingo, 21 de enero de 2024

SOBRE UNA CRÍTICA HECHA PÚBLICA (En torno a la actual exposición del Palacio Almudí)

 



Cuando uno va a ver una exposición, lo normal, lo saludable, es que la misma te haya interesado lo suficiente para poder tener un juicio crítico sobre aquello que acabas de ver. Primeramente, porque se te ofrece algo para ver -obvio- y, después porque se supone que lo has visto, es decir, que te has enterado de algo y, por tanto, que algo tendrás que decir o que opinar. Viene esto a cuento en relación con la crítica que publiqué hace unos días sobre la exposición montada en El Almudí en torno al centenario del suplemento literario de La Verdad y que fue titulada como “La Edad de Plata en Murcia” por su comisario y máximo responsable, el galerista Nacho Ruiz. He escrito “publiqué”, cuando debería haber puesto “que hice pública”, porque, la verdad -con minúscula pero también con mayúscula-, es que ningún medio de comunicación regional quiso hacerse eco de la misma al tratarse de una crítica relativamente dura, unos por no tirarse piedras en su propio tejado y, otros, por no tirarlas en el tejado ajeno. Pues eso, que no tuve más remedio que “hacerla pública” a través de este entrañable patio de vecinos que son las redes.

 

Ahora bien, que mi crítica tuvo algo de eco entre el mundillo artístico regional, no he tenido ninguna duda, porque algo me han comentado sobre la misma ciertas personas, algunas para decirme que pensaban parecido y otras para decirme lo contrario. Como tampoco tengo ninguna duda de que también la leyó el máximo responsable de la misma, el amigo Nacho. Y escribo “amigo” con toda la buena intención del mundo porque, más allá de tener una idea sobre el arte diametralmente opuesta a la suya, creo que siempre nos hemos saludado y tratado con la amabilidad y el respeto que ambos merecemos. Al hablar él en sus redes sobre la envidia que sienten algunas personas a propósito de esta muestra y otras muestras que está comisariando en la región, o al escribir en un artículo reciente publicado en su periódico habitual y a propósito de los dibujos de Ramón Gaya que se exhiben en la exposición del Almudí, que los datos de fechas puestos en las cartelas de las obras no se corresponden con los dibujos porque el propio pintor se “equivocaba” al ponerlos, pues no cabe duda que también nos leyó, o, al menos de que se enteró muy bien sobre algo de nuestra crítica, porque -hasta donde uno sabe- esos errores documentales solo los he visto publicados -o hechos públicos- en mi envidiosa y, al parecer, desinformada crítica de arte.

 

Desde luego, no ha ido uno allí a investigar la muestra como cuando lo hacía sobre algún cadáver, es decir, que no hemos profundizado en todos y cada uno de los datos que allí se exhiben, pero que una cosa son platos y otra fuentes, es de cajón; que el dibujo de Gaya con un gondolero no es del 43, sino del 53, es evidente y lógico; que la escena de carnaval y la pareja de huertanos bailando que pintó Luis Garay, no son de los años veinte, como rezan las cartelas de la exposición y del catálogo, sino de los años cincuenta, como ponen las fichas de los mismos en el Museo de la Ciudad y como escribiera sobre ellos el entrañable Elías Ros, es comprobable… En fin, sabemos que no se trata de críticas demasiado importantes, pero sí que demuestran una cierta chapucería, máxime cuando el propio comisario dice que, en una exposición, la mitad es el cariño y el trabajo con que se haga y la otra el discurso que se le dé a la misma. Aunque, entonces, ¿qué porcentaje habrá dejado este gestor cultural para las obras mismas?

 

Pero vayamos a la envidia que algunos sienten por sus éxitos profesionales y por su afortunado acaparamiento de encargos como gestor cultural. Desconozco la que sienten los demás y su grado de intensidad, pero sé muy bien de la propia en relación a esos temas citados: nula. A lo sumo, podría sentir precisamente lo contrario; es decir, cierta admiración, porque, entre otras cosas, sería incapaz de emprender este tipo de proyectos expositivos como los que actualmente tiene él. Y si es que hay algo de envidia en uno, lógicamente no está centrada en estos temas superficiales y anecdóticos como son los montajes de exposiciones, sino que más bien estaría en la autoría de las propias obras. Puestos a tener envidia, vayamos a lo sustancial.

 

Luego está el discurso, el relato, esas palabras tan retóricas y literarias, pero tan distanciadas de la esencia propia de las obras. Pues precisamente es el discurso que se le ha impregnado a esta exposición -el discurso y todas sus palabras, claro-, lo que nos parece tremendamente desafortunado. Ya hablamos en nuestra crítica anterior de algunas de las razones y no se trata hoy de reincidir. Para muestra un botón, o un teléfono. Y para discurso, el mismo de calificar la bonita, pero desubicada colección de dibujos de Ramón Gaya, como la más importante colección privada de dibujos del pintor… Hombre, ahí tendría que haber puesto: la más importante que uno conoce. Y así todo habría quedado un poco más abierto a la posible verdad del aspaviento.

 

Juan Ballester




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