Debo empezar haciendo una confesión: y es que jamás me había interesado por este artista, más allá de leer en su día las conexiones de su hijo con el narcotráfico colombiano y el consiguiente blanqueo del dinero con origen ilícito. Y no me había interesado porque, desde que dejara de leer los tebeos del Capitán Trueno y del Jabato, allá por el final de los años cincuenta y principios de los sesenta, el mundo del cómic me ha resultado siempre una cosa demasiado infantil. Claro, así he visto siempre el mundo de este artista en el plano creativo, como una curiosidad más, como una broma más o una nueva y estrambótica tontería publicitaria del mercantilizado y estrambótico arte contemporáneo.
Ya tuve hace muchos años una experiencia con Dalí, un pintor que me interesaba mucho a través de las imágenes de sus cuadros, pero al que nunca había podido ver en directo. Todo fue entrar en el Museo Figueras, para darme cuenta de lo pobre que es este pintor desde el punto de vista pictórico, es decir, desde la esencia de lo que debe ser la pintura. Efectivamente, sucedía que las buenas pinturas pierden en imagen, pero las malas pinturas ganan con ella. Esa distancia, esa especie de veladura que representa la fotografía con respecto a la realidad, hacen que su esencia no se perciba. Pues, si no tenía que irme muy lejos ni perder mucho tiempo, por qué no entrar a comprobar el grado de esencia en este afamado pintor colombiano.
Lo primero que me sorprendió al llegar, recordando, sobre todo, los vacíos de público que hace un año exacto presentaban estas mismas salas cuando se exhibía un Velázquez, fue la cantidad de gente que la estaba visitando. No sé, o el pueblo murciano se ha vuelto muy culto, o, quizá, al haber fallecido recientemente el pintor, el morbo nos congrega con mayor facilidad. Bueno, el caso es que nada más entrar, justo enfrente, aparece un cuadro de un salón de baile. Sí, sus gordos y gordas, sus colores titanlux, pero estaba deseoso de acercarme. Efectivamente, no me sorprendió en absoluto, allí estaba la estafa delante de todo el que la quisiera ver, sin tapujos, sin vergüenzas, mostrando el más vacío y paleto acercamiento a lo pictórico que uno pueda imaginar.
Andan por allí también, acompañando al artista, unos textos propios y ajenos. Los propios vamos a obviarlos por el duelo, pero los ajenos, por Dios y María Santísima. Que se relacione a este hombre, aunque sea retóricamente, con Zurbarán y con Velázquez, debería ser de juzgado de guardia. En cualquier caso, lo peor de mi experiencia en esta visita no estaba en la pintura que allí se exponía; estaba en las caras de admiración, de felicidad y de arrobo con la que la mayoría de mis conciudadanos adornaban su visita.
Si, yo también quedé estupefacta ante tanta necesidad de cultura del pueblo murciano. A la de Mariano Ballester, en el Almudí , he ido dos veces y he estado solica, sniff.
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