Estimado Pedro Medina: Antes de comenzar mi carta me gustaría hacerte un par de confesiones: En primer lugar, que yo mismo me arrepiento al haber empleado cierto tono socarrón en mi carta anterior a Tomy Ceballos. Es decir, que aprovecho ésta para pedir disculpas a ambos si el modo o la manera que he tenido de expresarme ha provocado que os sintáis ofendidos de alguna manera. Si no es así, me alegro mucho. Y en segundo lugar quiero también confesar que soy una persona diagnosticada con TDAH severo (Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad), lo que quiere decir que mi nivel de atención sobre las reflexiones retóricas o los discursos enrevesados y con jerga profesional, no han sido nunca destino de mis aficiones. Claro, te estoy confesando al mismo tiempo que leer tu texto en el catálogo de la exposición me ha llevado varias lecturas y a diferentes horas del día, por aquello de que toda distancia nos aclara la perspectiva y nos enfoca el entendimiento.
Entonces, si no he entendido mal, lo que vienes a decir es que en la actualidad vivimos inmersos en un mundo en donde prevalece la imagen y que hay algunos autores que han reflexionado sobre las diferencias entre la fotografía conocida como analógica y la fotografía digital. Que la diferencia fundamental entre una y otra vendría a ser la capacidad de multiplicación que tiene todo soporte digital, así como su facilidad para transmitirse, llegando finalmente a considerar la pérdida de la “singularidad” como uno de los grandes problemas de los que adolece este medio en nuestros días. Para finalizar este recorrido, sitúas el trabajo de Tomy Ceballos como un antídoto ante tan preocupante destino de la imagen, toda vez que sus trabajos sin cámara nos introducen en una necesaria reflexión sobre el sentido último de la fotografía actualmente.
Es evidente y estoy totalmente de acuerdo, que la imagen ha sido -y es- la gran protagonista del mundo actual, pero no solo desde la llegada del mundo digital, sino desde su mismo descubrimiento con el daguerrotipo en torno a los años treinta del siglo XIX. Solo hay que revisar el movimiento de los Macchiaioli para saber el tsunami que supuso a mediados del XIX la irrupción de tal invento en el arte. Es a partir del momento en el que el hombre es capaz de fijar una imagen, desde cuando la marcha de lo pictórico comienza a alejarse de la “Realidad” -único “lugar” en el que es posible crear vida, vida común- para desviarse por el inútil y envenenado diálogo entre la figuración y la abstracción. Hasta tal punto era equivocado este recorrido o este planteamiento que, en la actualidad, la inmensa mayoría de la producción artística -término cuantitativo muy apropiado-, no es más que un poco de lo mismo; pero de lo mismo de hace más de un siglo, porque, en el fondo, lo mismo da, que da lo mismo, si son rayas o son círculos, si son verdes o son colorados…
Solo hay que asomarse a las ferias de arte o a los espacios públicos de las distintas administraciones del Estado, para poder comprobar que los mecanismos del arte en la actualidad solo pasan por el triángulo: pintor, crítico, galerista. Triángulo al que hay que sumarle -como patas inocentes- los medios de comunicación y el dinero público para sostenerlo. Esa es la realidad del arte de hoy, la realidad que vivimos y sufrimos, sobre todo si es que aún existe algún espíritu libre que busca su luz entre otras praderas y otros paisajes menos contaminados. Claro, no me extraña que las propias escuelas de Bellas Artes se hayan convertido en factorías -producción- de artistas y de genios, y que todos los candidatos quieran ser Tápies, Antonio López o Mikel Barceló, esas conocidas cumbres de la especulación crematística y del éxito al que hay que emular.
Pero volvamos a nuestro debate sobre la imagen. Le das mucha importancia -o le da alguno de los autores con los que construyes tu discurso-, al hecho de que la fotografía química es muy distinta a la fotografía digital. Y eso es verdad, pero al mismo tiempo tampoco lo es, pues depende de dónde o de con qué se quede cada uno ante una imagen fotográfica. Personalmente he trabajado con los dos procedimientos, más con el químico que con el digital y, desde luego, claro que he notado diferencias, sobre todo en ciertas texturas del acabado y en la contención que te imponía el trabajar con menos capacidad de “disparar” tu cámara. Esa escasez de disparos te hacía prestar más atención a lo que sucedía frente a ti, es decir, te hacía reflexionar mucho más sobre aquello que podía interesarte y, al mismo tiempo, aumentaba tu atención al mirar. Pero esa diferencia tampoco puede ser tan determinante si lo buscado no es tanto un resultado material como el testimonio gráfico de lo vivido. Por ejemplo, si ahora estuviera en la frontera de Ucrania con Rusia, lo único que me interesaría sería contar visualmente algo de aquella realidad, no importándome tanto si lo hacía al calotipo, al ferrotipo o en digital.
En relación a la pérdida de “singularidad” con el procedimiento digital, comparado con el químico o analógico, pues tampoco estoy de acuerdo. Es verdad que la reproducción del producto es mucho más rápida, pero solo es un problema de tiempo, es decir, si digitalmente puedo copiar mil veces una imagen en pocos minutos, químicamente podré hacerlo en algo más de tiempo. Es verdad también que una copia química es un objeto no milimétricamente igual que otra copia química del mismo negativo, ya que puede influir en el revelado el desgaste del mismo, la intensidad de luz recibida etc., como un negativo, o una placa de cristal es un objeto único, mientras que toda información digital es siempre la misma si se copia. Pero, repito, si lo sustancial no es el material, sino el mensaje, pues la singularidad del objeto/soporte es un factor intrascendente, algo más cercano a la mentalidad del hombre coleccionista que a la mentalidad del hombre interesado en el testimonio histórico.
Y para no hacer excesivamente larga y tediosa esta carta, voy a terminar con el tema de la fotografía de contacto, sin cámara, se llame fotograma, rayograma u “olagrama”. En realidad, este procedimiento -todo él, claro-, es una simple anécdota al lado de las enormes posibilidades de captar la luz con una cámara. Un juego, un simple juego intrascendente, de esos que tanto han gustado a las vanguardias en su errabundo camino hacia ninguna parte. Y claro, tan intrascendentes son estos juegos de Tomy Ceballos, como los de su admirado Man Ray. Si me apuras, hasta los mismos de Talbot. Imagina que en la época de Cristo hubiese existido ya este invento. Imagínate a un fotógrafo reflejando la muerte de Cristo en la cruz, mientras que otro se dedicaba a jugar con las olitas del riachuelo que por allí cerca pasaba, haciendo unos dibujos abstractos con ellas. ¿Qué nos interesaría hoy? En fin, lo veo tan evidente…
Finalmente, cuando me intentabas explicar lo que significa “renovación”, me citaste a una serie de autores del procedimiento fotográfico. Bueno, yo también citaba en mi escrito a otro mucho más cercano -y no solo en el tiempo- con el trabajo de Ceballos, citaba al alemán Floris Neusüss. Pero, más allá de citarlo, ¿por qué no buscas información de sus trabajos y experiencias con el rayograma a partir de los años sesenta?; si no lo has hecho, hazlo, por favor. Es verdad que en el fondo todos tenemos algo de los demás, pero una cosa es vivir en la tradición y beber de la tradición, y otra es decir que se renueva una técnica cuando esa persona está haciendo prácticamente lo mismo que hacía otra anterior a él. Todo es legítimo, tanto si se renueva como si se copia, pero convendrás conmigo que el encanto de una simple ocurrencia se da exclusivamente en su originalidad.
Me despido reiterando mis disculpas si en algo os he ofendido e invitándoos a que nos juntemos los tres a comer -pago yo-, así podremos seguir discutiendo sobre este tema y sobre algo mucho más trascendente: el daño casi irreparable que la imagen le está creado al hombre de hoy.
Juan
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