“Carbono Neutro” es el nombre de
la muestra que los Muher presentan en el antiguo convento de San Antonio hasta
el próximo día 3 de abril. Ya de entrada, un título así te sorprende, como
también sorprende –al menos a mí- esta sala de exposiciones. Confieso –y en
esta iglesia, por cierto, confesé y comulgué muchos primeros viernes de mes-,
que al conocer el título inmediatamente pensé en ozono, atmósfera, ecologismo…
y no iba desencaminado. Finalmente se trata de un homenaje al militantismo ecológico
y a la defensa del patrimonio climático. Hasta aquí todo muy bien e incluso la
puesta en escena de la exposición magnífica, llena de efectos especiales de
luz, color y sonido. Pero la pintura precisamente es un arte que necesita de
poco montaje, de poco espectáculo en torno; más bien necesita del silencio, de
la soledad, de un espacio en donde la luz y el ambiente no la molesten ni la
perturben, porque en una pintura el mundo empieza a partir de su superficie y
hacia adentro, hacia su interior, quedando todo lo exterior como un sobrante necesario
-y secundario-, de su existencia. Cuando uno mira un cuadro solo necesita del
cuadro, es más, solo interesa lo pintado, lo recreado en él. Lo demás es mera
circunstancia, las más de las veces contraria o a contra-estilo del propio
cuadro.
La muestra está compuesta por
media docena de obras pictóricas y otros tantos hologramas -o similares- con el
tema de las medusas. Al final, quitando este juego estético tridimensional, la
exposición en sí se sustenta con esa media docena de obras: una gran mariposa colocada
en la zona central de la iglesia –antiguo altar- y otros cinco cuadros con tema
alusivo a la naturaleza. Pero cuando uno intenta mirar las obras directa y
limpiamente, saltándose el montaje, simplemente por no estar interesado en esa
otra faceta tan espectacular como decorativa, pues se da cuenta de que no es
posible, de que los cuadros –ya de por sí sobredimensionados de color- están
iluminados con focos de color, con conos de luz, parcialmente. Una pena, la
verdad, porque de esta forma se priva al espectador más exigente de poder
enfrentarse en un cara a cara con las obras sin que exista desventaja alguna
entre la mirada y lo mirado.
En cualquier caso –y salvando los
inconvenientes lumínicos y de montaje-, las obras nos resultan muy poco
naturales, muy alejadas del fin que pretenden. Esa insistencia por re-contonear
los temas con pinceladas subidas de tono, no hace sino intensificar aún más la
falta de sustancia natural en beneficio de una luminosa artificialidad. Una
palmera, un árbol o una playa, lo son no por su apariencia o por su
histrionismo, sino por su esencia, por su individualidad y por su alma,
características éstas que no hemos visto en las obras expuestas. Al menos allí
dentro. Habrá que verlas a plena luz del día, nunca mejor dicho.
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