sábado, 16 de marzo de 2024

¿ARTE EMERGENTE EN MURCIA? ¿QUIÉN LO DEFINE? ¿QUIÉN LO JUSTIFICA? Sobre “Seña”, muestra de Cristóbal Hernández Barbero en las Bóvedas del Almudí.



La verdad es que, a estas alturas, pretender que nuestros políticos tengan una idea clara y definida sobre el arte es bastante complicado, por no decir imposible, máxime cuando hasta el hecho creativo, algo tan aristocrático -pero no de sangre, sino de destino-, ha sido absorbido por el concepto cuantitativo de democracia. Entonces, cómo no vamos a entender que sobre las bóvedas del Almudí se expongan los trabajos de los llamados artistas emergentes. Y lo que haga falta. Hoy en día el artista que se lleva no nace, sólo se hace, o lo hacen.

 

En una de estas bóvedas y bajo el título de “Seña”, expone actualmente sus obras Cristóbal Hernández Barbero. Que quede claro de antemano el máximo respeto por nuestra parte hacia la persona y, por supuesto, con esta crítica sólo hacemos referencia a lo expuesto o a lo escrito, aunque, no estaría de más que el Comité Asesor de Nuevos Talentos, encargado por las autoridades para seleccionar a los artistas emergentes, definiera primeramente lo que entienden por emergente y, en segundo lugar, explicara las razones que han prevalecido para escoger a unos y no a otros de los posibles valores presentados.

 

La muestra está basada en una serie de planchas de plomo ensartadas sobre unos tubos de fontanería, a modo de banderas, las cuales han sido dispuestas boca abajo y apoyadas sobre las paredes del recinto. Algunas de estas planchas aparecen como manchadas de barro o de restos del suelo en donde, al parecer, el plomo fundido fue derramado en su día. Acompañando a estas obras aparece también un texto firmado por Pedro Alberto Cruz Fernández, texto que vendría a ser la clave principal de la muestra, el consabido relato, un texto explicativo para aquellos que lleguen a ver la exposición y necesiten traducción de lo que ven. Las obras en si, como obras, es decir, como eso que tiene que ver con el arte de siempre, nos han resultado bastante pobres y mudas, absolutamente vacías de sustancia. Ahora bien, si de lo que se trata con esta exposición es conseguir otra cosa, pues tampoco nos hemos enterado muy bien, de ahí que uno no tenga más remedio que echar mano de esa especie de “Piedra Rosetta” que supone el texto que la acompaña.

 

Pero sigamos. Dice en el mismo Pedro Alberto Cruz que si partimos del significado del título, es fácil llegar a un primer intento de comprensión conceptual (no sabemos si se refiere a que, si no lo entendemos a la primera, volvamos a intentarlo, o simplemente que se trata de un primer intento porque puede haber tantos como los que quieran intentarlo). Pues bien, como la palabra “seña” la RAE la define en primer lugar como “vestigio que queda de algo y lo recuerda”, el Sr. Cruz lo asocia a las huellas que han quedado marcadas al derretir el plomo líquido sobre un trozo de tierra, tanto del metal sobre el suelo, como del suelo sobre el metal. A partir de ahí, ese trozo de “paisaje”* estampado sobre el plomo, pasa a tener entidad y personalidad propias. Poco después dice que, entender la realidad como fuente en la que beber para producir arte, es una idea restrictiva, ya que el contacto, la relación táctil, visual, emocional…, también generan nuevas aperturas conceptuales…

 

Claro, claro, ahora lo entendemos todo. Entendemos que, para el Sr. Cruz, dejar caer cualquier materia sobre un trozo de suelo -e inevitablemente piensa uno en la materia intestinal-, nos puede generar una nueva apertura conceptual hacia el arte. Por fin entendemos por qué cuando llegamos a ver una exposición que no nos gusta decimos: ¡Vaya mierda!

 

Pero, para terminar un poco en serio, porque aún seguimos creyendo que el arte no tiene nada que ver ni con la broma, ni con la gracia -y nos referimos a la gracia del humor, no a la gracia divina-, que un teórico del arte pueda llegar a pensar que la realidad es una fuente más para beber de ella, cual el realismo o la figuración, es para nota. La realidad no existe per sé, la realidad es una convención, es todo y nada a la vez, es un “espacio” común en el que todos los seres humanos convergemos para entendernos, para retratarnos, para existir, para, simplemente, poder llegar a la Creación aquellos que el destino tiene reservados.

 

Juan Ballester.

 

* El paisaje no es un trozo de materia, como no es sólo células, o músculos, o huesos, un ser humano. El paisaje es un horizonte, un más allá, un destino por descubrir.

 

jueves, 29 de febrero de 2024

A PROPÓSITO DE “CRESCENDO” Y DE LA CRÍTICA DE ARTE EN MURCIA (Exposición de Ángel Haro en la galería Arquitectura de Barrio)

 

Obra de Ángel Haro expuesta en Arquitectura de Barrio


Debo empezar diciendo que no me gusta el arte abstracto. Bueno, en realidad no se trata de que me guste, o deje de gustar, pues ya sabemos que el gusto es algo totalmente personal, es decir, que no sale del ámbito de uno mismo. Se trata más bien de que no me interesa como arte, porque creo que no es arte, o, mejor dicho, que no es creación en su sentido más puro, en ese sentido en el que al hecho creativo se le introduce el concepto de vida como condición “sine qua non” para que pueda existir como obra plena. Ahora bien, como lo cortés no quita lo valiente, que no nos interese como creación, no quiere decir que no nos interese como trabajo, como producto, como estética, como arte “artístico”.


Viene a cuento esta introducción aclaratoria para decir que la actual exposición de Ángel Haro en la galería Arquitectura de Barrio, pues tampoco nos ha interesado sobremanera. Y no nos ha interesado porque no nos ha sorprendido, que es una de las cualidades que consideramos más importantes a la hora de valorar cualquier trabajo que tiene que ver con ese otro camino que el arte cogió a principios del siglo XX, un camino que abandonaba la tradición y apostaba por la originalidad. Desde luego Ángel Haro tiene mucho gusto estético, maneja muy bien el color, la composición, el ritmo visual, el mensaje, pero, ¡ay!, el problema de llegar a este tipo de experiencias estéticas -y sólo estéticas-, es que suelen tener el mismo destino que su origen: ser un simple instante, algo que nace y muere al mismo tiempo. Claro, en un arte que nace sin vocación de eternidad porque desprecia la realidad como vehículo de comunicación, ¿qué nos queda? Pues solo la sorpresa, su originalidad estética. Es verdad que en “Crescendo” encontramos una libertad sobre el perímetro de los cuadros, pero esa novedad tampoco es suficiente para producirnos, a estas alturas, la inevitable sensación de novedad, o de pasmo. La sorpresa, por tanto, viene a ser como ese extra que revaloriza este tipo de trabajos, digamos más artesanales, como son el diseño, la decoración, la jardinería y, en general, todas aquellas actividades que rozan la creatividad sin llegar a producir auténticas obras de creación.

 

Esto mismo pasa en la fotografía, en donde junto al tema, la luz y el lenguaje, existe un cuarto elemento que le suele añadir un plus de calidad, como es el factor sorpresa. Las fotografías abstractas de José Carlos Níguez Carbonell, serían el claro ejemplo de lo que planteamos: básicamente se trata siempre de una misma obra, como concepto, como tema, solo que cada vez que aparece una nueva imagen, nos llama la atención, nos sorprende por su incisiva originalidad y su gusto estético y compositivo.

 

Pero, al hilo de esta crítica a la exposición de mi amigo Ángel Haro, me viene de nuevo a la mente un tema que lleva mucho tiempo sin abandonarme: qué es una crítica de arte, así como sobre el lugar en nuestra sociedad que hoy en día tiene ese tipo de crítica. Creo que una crítica no es más que una opinión personal hecha pública. Algo así como si lo que cualquiera siente al mirar una obra, fuese traducido, ampliado y cantado a los cuatro vientos en ese mismo instante. Pero ojo, lo que se critica no es al autor, sino a sus obras, ya que partimos de la base de que, en arte, cuando las obras se firman y, sobre todo, cuando se exhiben, ya han iniciado su propia y solitaria carrera por el tiempo.

 

Y sobre el lugar que ocupa la crítica en nuestra sociedad, solo hay que mirar el número de las que hoy en día se publican. Que una exposición que pretende ser la exposición del siglo, finalmente quede en un pobre discurso sin sentido; que de una muestra se escriba en los periódicos únicamente sobre su tema -por muy feminista que sea- y no se pueda decir ni una palabra sobre que allí no hay ni una sola pincelada de pintura seria; que la Universidad de Murcia se dedique a premiar, un año sí y el otro también, a todo aquello que ya se hacía hace más de cien años; que la inteligencia artificial tenga el más mínimo hueco en unos espacios públicos reservados para el arte…, de todo eso, ¿para qué criticar?, ¿a quién puede interesarle la opinión de un tipo que parece saber más que nadie, cuando de lo que se trata es de comunicar a los cuatro vientos lo mucho que hoy en día se pinta y se fotografía y todo qué bonito?

 

Pero nos quedan las redes.

 

Juan Ballester

sábado, 3 de febrero de 2024

MIRADAS DESNUDAS (Araceli Reverte en la galería LaLuz)


Decididamente la visita a las exposiciones -léase también la contemplación de cualquier obra de arte- necesita de una soledad y de un silencio, no solo exterior, sino también y, sobre todo, interior. De un silencio, porque es a partir de esa actitud pasiva, receptiva, desde donde podremos encontrar la justa distancia que toda obra necesita. Pero una vez ahí, en esa especie de espacio neutro que se nos propone, es desde donde únicamente podremos llegar a oír lo que se nos dice; o lo que es lo mismo, podremos llegar a descubrir como nuevo lo que viene con nosotros desde el origen.

 

Incidimos sobre estas circunstancias del ambiente porque, qué distinto es visitar una exposición el día de su inauguración, a verla algunos días después, cuando las pasiones sociales han ido perdiendo su fuelle natural. Pues eso me sucedió, que decidí volver a la galería LaLuz una tarde de entre semana y justo en el momento que la luz del día comenzaba a declinar.

 

Desde fuera y antes de entrar, desde el trajín de la calle, uno mira hacia dentro y realmente solo ve un resplandor de luz. Y es que los cuadros de Araceli Reverte casi no se ven, tienen una especie de vaho, o de sustancia vaporosa, que parece disolverlos en ese espacio iluminado en el que se encuentran. Incluso, hasta los cuadros con tema más oscuro, parecen fundirse también en ese efecto casi fantasmal como de estar y no estar al mismo tiempo. Pero es que, se disuelven en la luz, decíamos, como Araceli Reverte, su autora, suele diluirse en el mundo que la rodea. ¿Acaso alguien duda de que cada una de estas obras tiene más de autorretrato encubierto, que de atrevido desnudo? Pues eso, formas de ser por encima del estar.

 

El tema principal de la exposición, esa excusa que los unifica como titular para ser mostrados, es el clásico desnudo femenino. Sí, en principio todo son desnudos, pero en realidad y más allá de lo que nuestros ojos y nuestra mente nos enseñan, se trata de miradas interrogantes hacia su propio desnudo interior, ese que antecede siempre al vacío del que necesariamente debe brotar la vida. En esta exposición -algo evidente-, no hay formas provenientes de una imagen, aquí solo hay miradas cómplices, preguntas y respuestas, es decir, un diálogo permanente con lo que se mira y lo que se ve. ¿Qué es la pintura si no eso?

 

En las obras de menor formato aparece el descaro, la valentía; en ellas se adivina una clara intención de búsqueda, como un grito para llamar nuestra atención. Pero es en los grandes formatos donde la autora parece encontrar una respuesta: sobre las decididas líneas de una cadera, sobre un blando vientre, sobre la sutil sombra en una espalda, sobre los luminosos espacios vacíos, sobre aquellas sombras que nos acechan pero que no nos impiden visualizar la vida que en ellos se encarna…

 

Juan Ballester

 




domingo, 21 de enero de 2024

SOBRE UNA CRÍTICA HECHA PÚBLICA (En torno a la actual exposición del Palacio Almudí)

 



Cuando uno va a ver una exposición, lo normal, lo saludable, es que la misma te haya interesado lo suficiente para poder tener un juicio crítico sobre aquello que acabas de ver. Primeramente, porque se te ofrece algo para ver -obvio- y, después porque se supone que lo has visto, es decir, que te has enterado de algo y, por tanto, que algo tendrás que decir o que opinar. Viene esto a cuento en relación con la crítica que publiqué hace unos días sobre la exposición montada en El Almudí en torno al centenario del suplemento literario de La Verdad y que fue titulada como “La Edad de Plata en Murcia” por su comisario y máximo responsable, el galerista Nacho Ruiz. He escrito “publiqué”, cuando debería haber puesto “que hice pública”, porque, la verdad -con minúscula pero también con mayúscula-, es que ningún medio de comunicación regional quiso hacerse eco de la misma al tratarse de una crítica relativamente dura, unos por no tirarse piedras en su propio tejado y, otros, por no tirarlas en el tejado ajeno. Pues eso, que no tuve más remedio que “hacerla pública” a través de este entrañable patio de vecinos que son las redes.

 

Ahora bien, que mi crítica tuvo algo de eco entre el mundillo artístico regional, no he tenido ninguna duda, porque algo me han comentado sobre la misma ciertas personas, algunas para decirme que pensaban parecido y otras para decirme lo contrario. Como tampoco tengo ninguna duda de que también la leyó el máximo responsable de la misma, el amigo Nacho. Y escribo “amigo” con toda la buena intención del mundo porque, más allá de tener una idea sobre el arte diametralmente opuesta a la suya, creo que siempre nos hemos saludado y tratado con la amabilidad y el respeto que ambos merecemos. Al hablar él en sus redes sobre la envidia que sienten algunas personas a propósito de esta muestra y otras muestras que está comisariando en la región, o al escribir en un artículo reciente publicado en su periódico habitual y a propósito de los dibujos de Ramón Gaya que se exhiben en la exposición del Almudí, que los datos de fechas puestos en las cartelas de las obras no se corresponden con los dibujos porque el propio pintor se “equivocaba” al ponerlos, pues no cabe duda que también nos leyó, o, al menos de que se enteró muy bien sobre algo de nuestra crítica, porque -hasta donde uno sabe- esos errores documentales solo los he visto publicados -o hechos públicos- en mi envidiosa y, al parecer, desinformada crítica de arte.

 

Desde luego, no ha ido uno allí a investigar la muestra como cuando lo hacía sobre algún cadáver, es decir, que no hemos profundizado en todos y cada uno de los datos que allí se exhiben, pero que una cosa son platos y otra fuentes, es de cajón; que el dibujo de Gaya con un gondolero no es del 43, sino del 53, es evidente y lógico; que la escena de carnaval y la pareja de huertanos bailando que pintó Luis Garay, no son de los años veinte, como rezan las cartelas de la exposición y del catálogo, sino de los años cincuenta, como ponen las fichas de los mismos en el Museo de la Ciudad y como escribiera sobre ellos el entrañable Elías Ros, es comprobable… En fin, sabemos que no se trata de críticas demasiado importantes, pero sí que demuestran una cierta chapucería, máxime cuando el propio comisario dice que, en una exposición, la mitad es el cariño y el trabajo con que se haga y la otra el discurso que se le dé a la misma. Aunque, entonces, ¿qué porcentaje habrá dejado este gestor cultural para las obras mismas?

 

Pero vayamos a la envidia que algunos sienten por sus éxitos profesionales y por su afortunado acaparamiento de encargos como gestor cultural. Desconozco la que sienten los demás y su grado de intensidad, pero sé muy bien de la propia en relación a esos temas citados: nula. A lo sumo, podría sentir precisamente lo contrario; es decir, cierta admiración, porque, entre otras cosas, sería incapaz de emprender este tipo de proyectos expositivos como los que actualmente tiene él. Y si es que hay algo de envidia en uno, lógicamente no está centrada en estos temas superficiales y anecdóticos como son los montajes de exposiciones, sino que más bien estaría en la autoría de las propias obras. Puestos a tener envidia, vayamos a lo sustancial.

 

Luego está el discurso, el relato, esas palabras tan retóricas y literarias, pero tan distanciadas de la esencia propia de las obras. Pues precisamente es el discurso que se le ha impregnado a esta exposición -el discurso y todas sus palabras, claro-, lo que nos parece tremendamente desafortunado. Ya hablamos en nuestra crítica anterior de algunas de las razones y no se trata hoy de reincidir. Para muestra un botón, o un teléfono. Y para discurso, el mismo de calificar la bonita, pero desubicada colección de dibujos de Ramón Gaya, como la más importante colección privada de dibujos del pintor… Hombre, ahí tendría que haber puesto: la más importante que uno conoce. Y así todo habría quedado un poco más abierto a la posible verdad del aspaviento.

 

Juan Ballester




jueves, 14 de diciembre de 2023

DE CARAS Y CRUCES (Rosa Agnosia, en el Centro Párraga)

 

"Cara de ajuste"

Sí, lo he meditado bastante y no es que no se enteren, es que no se quieren enterar, porque, si lo hicieran, si llegaran a aceptar que “el fin no justifica los medios” -o para decirlo en un lenguaje más cercano: que “la necesidad no hace la virtud”-, si llegaran a plantearse estas verdades consuetudinarias, terminarían por ver temblar, no solo sus propios cimientos intelectuales, sino hasta sus propios medios de vida. En el arte, o, mejor dicho, en la Creación, el tema no importa, es una mera excusa o, mejor dicho, es un mero “lugar común” para poder expresar a otros lo que uno siente ante la realidad.

 

Claro, para poder aceptar esto, lo primero que hay que aceptar es que la realidad no existe tal cual, la realidad es “ese espacio, ese silencio cóncavo, ese devenir permanente” que necesitamos los humanos para poder relacionarnos, para poder reconocernos, para poder manifestar nuestra identidad.

 

Viene todo esto a cuento de una exposición que acabo de ver en el Centro Párraga: “Rosa Agnosia” de Juan Belando, muestra comisariada por la pareja Carolina Parra y Nacho Ruiz, ambos pertenecientes a la generación más importante de intelectuales desde aquella de los años veinte murcianos (SIC).

 

Entre otras esculturas, se presenta una titulada “Cara de ajuste”, justificada o explicada por el propio autor como sinónimo de nuestra dependencia actual con la virtualidad; algo así como la cara que se nos quedaría si, de repente, perdiéramos esa realidad. Para el que no lo comprenda, en folleto adjunto a la muestra se explica que se refieren a la “Carta de ajuste” que las televisiones ponían al terminar las emisiones. ¿Se da usted cuén…?

 

A partir de esto, pues eso, que “mientras rule no es chamba”.




domingo, 3 de diciembre de 2023

LA EDAD DE PLATA EN MURCIA, O UNA OPORTUNIDAD PERDIDA. (Exposición en El Almudí sobre en centenario del Suplemento Literario de La Verdad)

Desconozco si las exposiciones de Mariano Ballester y la actual, sobre el centenario del suplemento literario de La Verdad -ambas realizadas en El Almudí- estaban programadas de antemano, pero el que las dos hayan coincidido con la vuelta del PP al Ayuntamiento de Murcia y, más concretamente, con el nombramiento de Diego Avilés como responsable de cultura de la ciudad de Murcia, hacen que alberguemos ciertas esperanzas en el sentido de recuperar ese emblemático espacio para exposiciones mucho más importantes de lo que últimamente se estaba programando en el mismo. Con la palabra importante, claro, nos estamos refiriendo a obras que ya tienen un poso, que han pasado la criba del tiempo -y del público-, y que simplemente necesitan ser revisadas al hacer demasiado tiempo que fueron expuestas por última vez. “La Edad de Plata en Murcia”, comisariada por el conocido galerista murciano Nacho Ruiz, es una exposición basada en la Murcia cultural de los años veinte del siglo pasado, años que coinciden, a su vez, con el primer centenario del “Suplemento Literario de La Verdad”. 

 

Empezaremos por el final, es decir, por ponerle un calificativo a la sensación que uno experimenta tras haber visitado la exposición: decepcionante. Sí, decepcionante y no solo por la forma, sino también por el fondo. Por la forma, porque con tanta tramoya de paneles y el uso de teatrales luces, el espectador comienza por imaginar lo que después no verá. Y por el fondo porque, tras verla, tampoco se sabe muy bien qué es lo que se busca con la misma. Si lo que se pretende es contextualizar una época concreta de la cultura, ¿qué sentido pueden tener unas fuentes de cerámica decimonónica -que no platos, como rezan los carteles y el catálogo-, o varios carteles facsímiles publicados mucho tiempo después? ¿Qué aporta un solitario teléfono de los años treinta en esta exposición? ¿Y un belén murciano y demás baratijas populares de la época? ¿A cuento de qué una muestra de pinturas de Benjamín Palencia con obras muy posteriores a la época que se homenajea? ¿Qué hace por allí una serigrafía de Equipo Crónica?

 

Lo cierto es que va uno haciendo el recorrido marcado y la mayor parte del mismo sientes una decepción tras otra, pero, no porque las obras sean malas -aunque algunas, también-, sino por mal elegidas y desubicadas, porque la mayoría no obedecen al espíritu del tiempo que se pretende homenajear. Por ejemplo, si lo que se quiere es ilustrar la transformación de la ciudad desde finales del XIX hasta los años treinta del XX, en vez de un cuadro tan alejado del espíritu de modernidad como representa “El viático en la huerta” y, máxime, si como meta para referenciarla se ha escogido un dibujo técnico de la expansión urbanística de esos años treinta, ¿por qué no se exhibe, por ejemplo, la enorme colección de fotografías originales sobre Murcia realizadas por Jean Laurent hacia 1870? Imágenes que, precisamente, pertenecían a Juan Guerrero y que fueron donadas al Museo Gaya por sus herederos. Si lo que se quería enmarcar es el momento artístico de una Murcia recientemente industrializada y cuando las fábricas de pimentón comenzaban a tener un auge extraordinario, ¿por qué no se han traído las latas y los diseños originales que para las mismas hicieron Luis Garay y Pedro Flores y que actualmente posee el coleccionista Jesús Pérez de Espinardo?

 

Seguimos: ¿Cómo se puede llenar media planta baja del Almudí a base de copias ampliadas de las páginas de la revista? ¿Quién concibe para una exposición de esta importancia, el llenar las vitrinas con unas pésimas copias de fotos antiguas y no con sus originales? Si es que se quiere hablar del pintor Cristóbal Hall, ¿cómo se pueden exhibir únicamente esos dos desafortunados retratos que le hizo a Jorge Guillén y a Francisco de Cossío, ignorándose sus espléndidos paisajes turnerianos que tanto influyeron en las pinturas de Bonafé y de Gaya?  Y hablando del Museo Ramón Gaya, ¿por qué no se han utilizado las obras de aquella época realizadas por su titular y, en cambio, se nos enseña una colección de dibujos de principios de los cincuenta o un cuadro de la época de México? ¿Cómo se puede exhibir un cuadro de Pedro Flores pintado sobre los años sesenta y se ignora, por ejemplo, el que pintó en 1925 en el estudio que tenía junto a Garay en el barrio de San Juan? ¿Cómo se puede mostrar un único óleo de Bonafé, también de los sesenta, y no las acuarelas que pintaba en sus visitas a la casa veraniega de Juan Guerrero en la costa alicantina?...

 

"Sala del Almudí con parte de la mejor colección privada que se conoce de dibujos de Ramón Gaya"

Pero si a todos  estos despropósitos expositivos, sumamos errores de fechas -por ejemplo, un boceto de Gaya sobre un gondolero firmado y fechado en 1953, se dice que es de 1943-; imprecisiones como la de escribir sobre un cuadro al óleo con los reflejos del lago de Chapultepec, que en él Gaya “vuelca toda la oscuridad de la sustancia que él entendía que era la pintura”, confundiendo sustancia con temática; o pedanterías como la de calificar unos cuantos bocetos y dibujos de Gaya como “la mejor colección privada de dibujo conocida hasta ahora…”, pues, en fin, creemos que la muestra se convierte en una auténtica oportunidad perdida. Aquella época “dorada” de nuestra historia -a pesar del título escogido-, como también el centenario del espléndido y fundamental “Suplemento Literario de La Verdad”, se merecían un poco más de rigor y un poco menos de improvisación.