Desde siempre han existido las artesanías como una forma de expresar el gusto por lo bello, por la estética, pero se hacía en un formato menor, más popular, y sobre todos aquellos objetos o actividades que nacían con una función meramente decorativa. Como el de artesano era un oficio que se aprendía y que se enriquecía con la experiencia y con el paso del tiempo. Después, claro, estaba su hermano mayor: el Arte; aquella otra actividad que también buscaba la belleza, pero con un origen, digamos más individualizado, menos industrializado y, por supuesto, con un destino más elevado. Pero mientras que el artesano se hacía, el artista nacía: Destino y obediencia del artista frente a la mera voluntad del artesano.
Y esto ha sido así hasta que, a comienzos del siglo XX, un grupo de artistas comenzaron a “jugar” con los límites, a buscar en el gesto cercano y a indagar sobre el mero concepto estético. Solo así es posible entender la preciosa y genial “cabeza de toro” de Picasso realizada con el sillín y el manillar de una bicicleta. A partir de ahí y hasta el día de hoy, para qué vamos a hablar de lo que estamos viviendo, de este exacerbado y ciego egocentrismo artístico auspiciado por teóricos estéticos y medios de comunicación, pero patrocinado por los diversos y feroces medios especulativos. Mientras: el galimatías más tremendo que podríamos imaginar, la ausencia de crítica -y autocrítica-, el “cuánto se ha pintado y todo qué bonito…”, el “esto es arte porque yo lo veo así, porque a mí me emociona, porque expresa lo que yo siento…”
En este panorama artístico, tan globalizado y estandarizado como lleno de exposiciones en las que prevalece, tanto el “corte y confección”, como la claudicación pictórica ante la imagen -ambas, artesanías de las más puras-, nos llega a la sala de arte de La Cárcel Vieja la exposición “Animal” de Ismael Cerezo -Flyppy-, conocido artesano local del vidrio y del hierro. Claro, uno llega a ese luminoso y espectacular espacio carcelario - ¡¡quién nos lo iba a decir!! -, esperando encontrar al artesano local, al simpático y popular “Flyppy” con sus lámparas de hierro y cristal y sus decorativas figuras animales.
Pero hete aquí que nada más entrar comienzas a adentrarte en otro mundo. Sí, te encuentras con sus conocidos peces, pero sientes que aquello ya no es lo mismo. Poco a poco, mientras lo vas recorriendo, comienzas a sentir que el autor nos ha querido sumergir en su propio mundo, que ha querido cambiarnos la perspectiva, el cómodo lugar de nuestra mirada, para convertirnos en uno más de sus vivos animales. Y vas adentrándote en ese mundo, tan sutilmente, que terminas mirando al resto de visitantes como si fuese una especie invasora, hostil a aquel silencio, tan rico y bello como novedoso.
Sí, está claro, Flyppy está llevando su artesanía al abandonado espacio del arte. Esos tres gatos juntos que ronronean mientras restriegan entre ellos sus estilizados cuerpos, han dejado atrás su origen artesano para convertirse en vida, es decir, para ser realidad recreada.
Por último -y es de justicia-, señalar la extraordinaria aportación que la comisaria de la muestra, Isabel Del Moral, ha realizado con la misma. Y esto lo digo porque fui testigo del montaje y vi sus cabreos, broncas y obsesiones.
Juan Ballester.
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