Recuerdo haber salido una vez con Pedro Serna a pintar. Bueno, se trataba de que Pedro iba a dejarme algunos de sus materiales para que yo me probara en la técnica del paisaje a la acuarela. Estábamos en Los Urrutias y, claro, el paisaje que escogimos se encontraba entre esta población marmenorense y Los Nietos. De lo que de mis manos salió, más vale no hablar, pero una cosa importante creo haber aprendido aquel día: lo más difícil no es pintar un tema -que también-; lo más difícil es escoger ese tema, saber exactamente qué es lo que se quiere pintar, hasta dónde llegar y desde dónde mirar, qué elementos se deben acentuar y cuáles hay que obviar por intrascendentes…
Y es que, cuando Pedro Serna escoge sus paisajes, cuando sus ojos se concentran en esa esa especie de “caza” que dura tan escasos segundos -o a uno aquellos segundos le resultan un instante-, aunque en ocasiones lo veamos encuadrar el paisaje con sus manos, no debe estar simplemente escogiendo la temática, sino que, más bien, debe estar vaciándola de adornos, de accidentes innecesarios, de insustancialidad. En ese escaso tiempo en el que Pedro parece concentrarse como un ave rapaz ante su próxima presa, en realidad lo que debe estar haciendo es ordenar su mundo, intentar oír la música que le llega para poder aprehenderla, para poder contárnosla. Sí, aunque breve, hay un tiempo previo de acecho, pero cuando el pintor se encuentra seguro de su “presa”, la acción de su pincelada es inmediata, instintiva, rápida, inevitable y, claro, certera. En muy poco tiempo -el tiempo necesario, justo-, desde lo más hondo e instintivo de su ser nos ofrece la “pieza cazada”, esa obra que cuando nos la encontramos cara a cara no podemos dejar de reconocerla como propia, como algo muy nuestro, muy original.
Estos días pueden verse en el Museo Ramón Gaya una serie de acuarelas pintadas durante los últimos cuarenta años por Pedro Serna en el entorno del Mar Menor. La exposición, magníficamente montada, se encuentra compartimentada en una serie de momentos o rincones de aquellos paisajes, pero uno, aunque ya conocía buena parte de las obras, al verlas de nuevo todas juntas vuelve a experimentar una extraña sensación: Resulta muy complicado ir pasando de unas obras a otras sin dejar de sentir cierta desazón, como una especie de prisa para dejar de mirar unas y buscar en otras. Es verdad que muchas de ellas presentan una temática parecida -amaneceres marinos, por ejemplo-, y aunque las claves recogidas son distintas -sus tempos-, uno termina refugiándose en todo aquello que es más insustancial de cualquier obra, como lo es siempre su propia anécdota temática o su misma estética. Y es que, cada día estoy más convencido de que el arte, cuando es creación, es decir, cuando tiene que ver con la realidad y con la vida, debería mirarse en pequeñísimas dosis. Vamos, como nos ha sucedido recientemente con el “Juan de Córdoba” de Velázquez, que tras estar unos momentos frente a él te imposibilitaba durante un tiempo para volver a enfrentarte a cualquier otra obra. En cualquier caso, como la exposición va a estar operativa hasta el próximo día treinta de marzo, tenemos tiempo más que suficiente para ir disfrutándolas de una en una, o de cortado en cortado.
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