En la actualidad se dan cita en nuestra ciudad dos muestras de pintura que bien podrían servir para aclarar ciertos conceptos plásticos. Nos estamos refiriendo, por un lado, a las obras de corte realista que el pintor Antonio Menchón presenta en el Palacio del Almudí bajo el título de “Hyperenphatic Art” y por otro al retrato de Juan de Córdoba realizado por Diego Velázquez, retrato que puede verse en la sala de exposiciones de la Fundación Cajamurcia. Evidentemente sabemos que se trata de una comparación bastante desproporcionada, pero no es tanto el nivel artístico, o creativo, lo que pretendemos comparar, sino la misma actitud del artista con respecto a la realidad y al arte.
La muestra del Almudí -muy respetable, meritoria y de la que solo hablaremos en relación a ciertos posicionamientos artísticos- consiste en una serie de obras de gran formato en las que, junto a algún otro tema, se han reproducido pictóricamente unas fotografías de deportistas famosos en plena acción. A estos ejercicios de copia, el autor ha añadido también algún elemento real, como por ejemplo una pelota de tenis pegada sobre el lienzo cuando el cuadro representa a un tenista, o un bidón de líquido para el del ciclista. No vamos a entrar a juzgar la mayor o menor habilidad para copiar una imagen por parte de este autor, pues, en el fondo, creemos que se trata de algo intrascendente, como tampoco entraremos a juzgar la ocurrencia de añadir sobre la pintura objetos en tres dimensiones, pero sí nos interesa reflexionar sobre la gravedad que supone el hecho de que un pintor renuncie previamente a la realidad como fuente de inspiración. Claro, lo primero que tendríamos que tener en cuenta es que cuando hablamos de “realidad”, no estamos hablando de “realismo” -esa faceta basada simplemente en reproducir las formas externas-, sino que estamos hablando de lo vivo, del misterio de la vida, de esos timbres comunes que el hombre percibe cuando se enfrenta a su propio exterior.
Si alguien pinta copiando de una imagen fotográfica, creemos que esa persona no ha entendido nada sobre la verdadera esencia de la Pintura, ni, por supuesto, sobre las posibilidades creativas de lo pictórico. A lo sumo estará practicando una habilidad personal o simplemente demostrando una capacidad técnica para copiar, algo que últimamente parece haberse puesto de moda entre los pintores, seguramente como reacción -comercial- frente al otro extremo del péndulo que representaba el informalismo. Pintar no puede ser copiar; pintar es crear, es analizar la realidad de uno para contarla a los demás. En cambio, si el punto de partida es una imagen yerta de la parte más externa de la realidad -fotografía-, será imposible que el pintor nos pueda entregar su propia realidad sobre ese tema escogido. Por ejemplo, en alguno de estos cuadros del Almudí, el pintor se ha esmerado en reproducir hasta los dibujos de la suela del calzado mientras el tenista está en movimiento. Solo ese detalle, lo que nos está diciendo es que el pintor no ha sabido ver la realidad, que su mirada viene confundida desde un principio. Ese dibujo de las zapatillas, aunque existe, no es real, no está en el tiempo de la vida, sino en una imagen congelada y muerta de lo que fue el devenir de la vida. Es más, pintar ese detalle lo que está reflejando es una cierta falsedad, como sería una falsedad pintar un cuerpo dibujando los átomos que lo componen.
Cuando Velázquez retrata a Juan de Córdoba es evidente que lo tiene delante; en ese momento los dos se están mirando cara a cara, pero el pintor lo está viendo parpadear, sonreír, moverse, arquear las cejas, inclinar levemente su cabeza, fijar su mirada para pensar, huir de allí… Lo está observando y se está empapando, sí, pero, sobre todo lo está analizando, está intentando encontrar las claves de aquella realidad que está viviendo para poder llevarlas al lienzo. Después, cuando comience a pintar, no lo hará sobre una fisonomía concreta y determinada, objetiva, sino que lo hará sobre la realidad cambiante que ha percibido mientras miraba al amigo. Evidentemente en el retrato hay unas formas reconocibles, pero, sobre todo y más allá de esa fisonomía que le sirve de suelo, lo que hay son unas veladuras, un devenir, una distancia, una trascendencia…, un misterio insondable. Alguien que también había visitado la exposición me comentó que al mirar el cuadro por vez primera sintió reconocer a Juan de Córdoba; que un poco más tarde, al que veía en esa obra era al propio Velázquez, el alma de Velázquez; siguió reflexionando sobre aquella figura que tenía enfrente y entendió que más que el alma del pintor, la que allí se estaba reflejando era la suya propia; pero al cabo de un tiempo entendió lo que verdaderamente estaba sucediendo: que en el fondo no se trataba de la presencia del retratista, del retratado o del espectador, sino de los tres al mismo tiempo, se trataba de algo así como una cita de almas que había sido programada hacía mucho tiempo por aquella obediente mirada de un hombre llamado Diego Velázquez. Evidentemente no se trata de reproducir simplemente unas formas, sino de pintar también todo aquello que las trasciende, es decir, eso tan inefable que definimos como su alma, su efímera presencia, su realidad, su vida.
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