domingo, 13 de marzo de 2022

SIETE NUEVAS OBRAS DE RAMÓN GAYA PARA MURCIA

 

Ramón Gaya: "Homenaje a un Picasso", de 1993.


Recientemente se ha inaugurado en la sala alta del Museo Ramón Gaya una muestra con la última donación que Isabel Verdejo -viuda del pintor- acaba de hacer a la ciudad de Murcia. Se trata de siete obras del titular del museo: cuatro óleos, dos pasteles y un gouache, todas ellas pertenecientes a distintas épocas del artista.

 

En principio y dada la numerosa colección con la que ya cuenta el museo, podría parecer que estas siete últimas aportan muy poco más a lo ya conocido de este pintor, pero creemos que esta lectura meramente cuantitativa no es correcta, o no es exactamente precisa. Si algo significativo tienen las obras de Ramón Gaya es que su sentido último queda delimitado en ellas mismas; es decir, que se trata de unos cuadros que no necesitan de otros para terminar de ser admirados como obras plenas, finales, obras concebidas como destino y llegada al mismo tiempo.

 

Es verdad que, a lo largo de su dilatada vida como pintor, las obras de Ramón Gaya fueron reflejando, de una u otra forma, el tiempo en el que surgían a través de un lenguaje que pudiera ser oído y entendido por sus contemporáneos, pero, por encima de esa lectura estética o historicista, sus obras también se caracterizaron, desde muy temprano, por ser unas obras maduras, es decir, con una especie de altura, de coherencia, algo que hace de las mismas, más que encuentros, cumplimientos, y más que avances o invenciones, vueltas al origen para poder dejar un nuevo rastro a seguir. Desde su obra más antigua conocida - “La silla” de 1923-, a la última que pintó - “Vaso con geranios” de 2004-, alguien que no conociera su obra percibiría en ambas ese “cumplimiento” del que hablamos, esa sensación de estar ante el principio y el fin dentro de la misma obra. De esta manera, lo que nos aportan estas siete nuevas obras es, sobre todo, una mayor experiencia, una mayor sensación de haber vivido a través de ellas. Es decir, que no vienen a complementar nada, ni a enriquecer vacío histórico alguno, sino que vienen a extender, a dilatar ese mismo y único espacio vital que representa toda obra de creación.

 

Nos hemos extendido en este punto sobre el “cumplimiento”, o sobre la necesaria vuelta al origen, como el único camino posible del arte, precisamente para poder situar la obra de este pintor en el tiempo que le tocó vivir y con los contratiempos que tuvo que sortear. Es sabido que con tan solo diecisiete años Ramón Gaya, tras comprobar “in situ” lo que verdaderamente representaban las vanguardias históricas, decidió volver su mirada al Museo del Prado, es decir, al origen, para, de esta forma, retomar los grandes referentes pictóricos y poder encontrar de nuevo el “hilo perdido de la Pintura”. Pero claro, que esto se hiciera en soledad por un joven pintor de provincias y en 1928, es decir, en pleno auge de las vanguardias tras la Primera Guerra Mundial, era algo que para el novedoso historicismo del arte iba a resultar poco menos que intrascendente. Recuerdo que cuando Gaya murió en 2005 algún periódico de tirada nacional tituló la noticia de la siguiente manera: “Ha muerto Ramón Gaya, el pintor de la Generación del 27”. Y es verdad que tuvo amistad con algunos miembros de aquella generación, pero como la tuvo con otros intelectuales de generaciones posteriores. Sin embargo, pictóricamente, Gaya siempre fue “un pájaro solitario”, mantuvo siempre su fidelidad a aquella juvenil determinación por la búsqueda de un suelo y de una “Patria”, aún sabiendo que en el empeño podía encontrarse sin escuela que lo cobijara, y sin colegas que lo acompañaran. La realidad es que aquel 15 de octubre de 2005 moría en Valencia, no un pintor de generación alguna, sino un pintor que había decidido pintar sin tiempo, sin condicionantes ni normas, un pintor auto-marginado de las dictaduras estéticas que se imponían por doquier a través de los cotizadísimos “ismos” del arte. Y claro, moría un pintor que, a día de hoy, aún sigue teniendo una obra por descubrir.

 

Una de esas obras recientemente donadas al Museo es el óleo sobre lienzo titulado “Homenaje a un Picasso” de 1993. Evidentemente el tema de esta pintura es el citado homenaje a una obra de Picasso y, para ello, el pintor lo concibió -una vez más- dentro de su mundo más íntimo y personal: en un rincón de su estudio de Roma, con una imagen del cuadro puesta entre una jarra y un gran vaso de cristal con flores. Ese es el tema, su apariencia, el territorio común escogido para que todos podamos participar del misterio, pero, a su vez, con este cuadro, el pintor no sólo nos está “hablando” de lo que ha “escuchado” en ese cuadro de Picasso a través del ritmo visual con el que lo concibe, sino que, finalmente, lo que nos está mostrando es la realidad de su propia mirada, la certeza de su propia existencia.

 

 

Juan Ballester

Publicado en Ababol, de La Verdad, el día 12 de marzo de 2022

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