martes, 22 de febrero de 2022

EL MEJOR PÁRRAGA A NUESTRO ALCANCE

Coronación de la Virgen de la Fuensanta. 1977



Con la obra de José María Párraga siempre he tenido sentimientos contradictorios: Si, por un lado, su obra me atraía muchísimo, me hacía perseverar en ella y apreciarla con mucho interés, por otro lado, ese mismo interés iba poco a poco desapareciendo, gastándose hasta casi desaparecer. Me refiero, claro está, a una obra determinada y concreta, no a su obra completa o a las nuevas obras que iban apareciendo ante nuestros ojos de una forma casi compulsiva en aquellos años sesenta y principios de los setenta. Por cierto, años que representan la gran época de este pintor, porque pensamos que a partir de los ochenta su producción artística se automatizó demasiado, tocó fondo -seguramente motivado por su propia incredulidad- y sólo llegó a realizar unas obras estereotipadas, algo así como repeticiones más o menos geniales de un mismo son.

 

Hace unos días, Andrés Peláez, con motivo de haber escogido como “obra de la semana” el acrílico sobre tablero “Mujer con misal”, de José María Párraga, escribió el siguiente comentario: “Creo que era mejor persona que pintor”. Y, efectivamente, Párraga fue conocido por todos sus contemporáneos como una persona extremadamente humana y extremadamente sensible en lo social; no tenía enemigos conocidos y allí estaba, siempre que se le convocaba, con unos y con otros, sin juzgar y, sobre todo, sin condenar. Pero, ¿se puede decir que no era tan bueno como pintor?

 

Hablaba anteriormente del sentimiento encontrado que me han producido siempre sus obras: una enorme atracción, un gusto fácil por su apariencia y por su originalidad, pero, al mismo tiempo, como una especie de parón, o de tope, de recorrido interrumpido, de profundo vacío. Sí, creemos que Párraga entendió perfectamente el lenguaje que en aquellos momentos se hablaba y lo perfeccionó hasta la genialidad, pero aquella misma atención que supo prestar al léxico, al corpus, no supo ponerla también sobre el ánimus, es decir, sobre lo pictórico, sobre aquello que en última instancia quiere “contarnos” lo pictórico. Las obras de José María Párraga, casi siempre construidas a base de grandes y uniformes planos de color, atienden más al diseño que al pulso vital, es decir, más hacia un gusto fácil por su obra, que hacia un mensaje de largo alcance, de eterna actualidad. Algo, por cierto, no achacable solamente a su persona, sino al momento artístico que le tocó vivir, a ese tiempo en donde “el hilo de la Pintura” había quedado voluntariamente interrumpido para dejar paso al tiempo de la pura -y muda- especulación estética.


 

Nazareno colóralo. 1970



En cualquier caso, la exposición “José María Párraga, 25 años después”, que actualmente puede verse en las salas del Museo del Cristo de la Sangre, así como en las dos salas altas del LAC, no solo es muy recomendable, sino que también pensamos como imprescindible. Y más allá de que unos las consideremos diseño y otros las vean como creación, lo cierto es que se trata de uno de los máximos exponentes artísticos de aquellos momentos, tan cercano, por cierto, con otros dos grandes de entonces: nos estamos refiriendo a la exposición de Carpe y a la pequeña muestra del escenógrafo José Francisco Aguirre, ambas visibles actualmente en el Museo de Bellas Artes de Murcia.

 

Para finalizar: Lo mejor de la exposición, que se haya realizado. Lo peor, que se haya realizado de una forma tan desangelada, tan descabalgada, tan liada, con un montaje que tiene más de arbitrario que de sentido, con unos cuadros colgados altísimos en las tristes y carcelarias salas del LAC y con un recepcionista en una de las salas bajas que, por lo visto, parece haber conseguido plaza fija en esa institución: Nos referimos al absurdo y “brutal” Cristo de la Sangre de un tal Santiago Ydáñez, artista asociado también -qué casualidad- con la galería T20.


Cabeza. 1961


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