Entre finales de los años setenta y principios de los ochenta, justo cuando estaba realizando mis estudios de Historia del Arte en la Universidad de Murcia, tuve la inmensa suerte de conocer y poder acercarme a Ramón Gaya, un pintor cuyo pensamiento y sensibilidad iban a marcar profundamente el futuro de mi propia visión del arte. Evidentemente, el contraste entre aquellos dos tipos de información que estuve recibiendo sobre un mismo tema iba a ser demasiado palpable, pues, mientras que por parte de la institución académica el arte se circunscribía a todo aquello que aparecía registrado y catalogado en los manuales del propio género, sin crítica alguna, sin valoraciones racionales de ningún tipo, para Ramón Gaya el Arte -así, con mayúscula- era siempre una manifestación del mismo y único impulso vital, ya fuesen los bisontes de Altamira, los frisos del Partenón, las esculturas de Miguel Ángel, los cuadros de Tiziano, Rembrandt o Velázquez, el Desnudo de Rosales…
La primera y fundamental distinción, el primer concepto dilucidado por el pensamiento gayista venía a distinguir el hecho artístico frente al hecho creativo: no es lo mismo el “arte” que la “creación”, como no es lo mismo el cuerpo que el alma, aunque los segundos -creación y alma- no puedan existir sin los primeros -arte y cuerpo-, pues vendrían a ser algo así como la trascendencia de su propia singularidad identitaria.
Para Ramón Gaya arte sería todo aquello que está realizado con fines puramente estéticos y que, de alguna manera, conlleva un mensaje y un lenguaje muy relacionados, no solo con la época en la que han sido ideados y construidos, sino también con la identidad de su autor. Creación, en cambio, aunque también se relaciona con un autor, es todo aquello que nace con vida propia, independientemente del tiempo, del mensaje y de la sociedad en la que le ha tocado aparecer. La diferencia, por tanto, es clara: mientras el arte se basa en la voluntad y en la acción, la creación es fundamentalmente destino, obediencia. Sería el Mektub de los árabes (Nuestro Estaba escrito). Destino porque el hombre señalado para realizarlo no tiene más remedio que cumplimentar aquella orden que nota recibir y obediencia porque, en realidad, no se trata de manifestar su propia voluntad, sino, más bien, de cumplimentar esa obligación que experimenta al sentirse el destinatario de una especie de “vacío habitado”, algo que le es común a todos los seres humanos de cualquier época y cultura. Cuando Picasso decía: “Yo no busco, encuentro”, estaba describiendo perfectamente el hecho creativo, ya que no se trata de dar, sino de recibir; no se trata de hablar, sino de oír; no se trata de buscar, sino de encontrar...
Todo esto, lógicamente, está referido al hecho mismo, al modo por el que un hombre decide aventurarse a recorrer un camino que, en principio, no le aporta utilidad o beneficio alguno. Pero si de lo que hablamos es de la obra, del resultado material de ese hecho, entonces la diferencia fundamental entre arte y creación estará basada en el tiempo, en su vigencia: Del artista nace siempre una obra muerta, anclada en un tiempo concreto, ya que éste no ha sabido o no ha podido desprenderse de su yo temporal a la hora de realizarla, dotándola de una identidad, sí, pero también de una temporalidad, algo que es incompatible con el sentido de vida eterna. El creador, en cambio, al no actuar sin más, al dedicarse también a esperar una llamada, a oír lo que se le dice, termina vistiendo su obra de un alma que no lo pertenece en exclusiva, agregándole un “algo”, intangible e inefable, pero que comparte y une con los demás, haciéndola, por tanto, atemporal. Los Bisontes de Altamira siguen en el mismo tiempo vital que el Papa Inocencio X o el Desnudo de Eduardo Rosales, mientras que los cuadros de Tapies o el Urinario de Duchamp, tan cargados de voluntad estética o de simple ideología, quedaron anclados al momento concreto en que fueron ideados.
Los habituales homenajes de Ramón Gaya a ciertas obras de creación, homenajes en los cuales suele utilizar alguna referencia iconográfica o incluso realizarlos directamente del original, a veces han sido entendidos como un diálogo entre ambos artistas, llegando incluso a hablarse también de ciertas influencias de ida y vuelta entre los dos. Sin embargo, creemos que nada más lejos de la realidad, sobre todo si partimos de la base de que todo diálogo implica necesariamente de una aportación personal, normalmente distinta, sobre un mismo tema; pero es que, si hablamos de influencias y, claro, más allá de juegos literarios, estas se basan en el conocimiento previo, algo imposible para todo precursor por razones obvias. No, ni diálogo ni influencia, sino que, más bien, creemos que se trata de un reconocimiento, de un señalamiento casi pedagógico por parte del pintor murciano hacia ciertas obras de creación o partes concretas de las mismas.
Cuando Ramón Gaya escoge una postal de Las Meninas y la introduce como un objeto más dentro del tema o, cuando pinta un cuadro en base a otro cuadro, simplemente está recreando su propia realidad, solo que al hacerlo intenta profundizar en una mirada pictórica que pueda trascender el lenguaje y su inevitable temporalidad. No existe, pues, intención de actualización alguna, ni de trasladar en el tiempo la verdad velazqueña, una verdad, por otro lado, perfectamente vigente desde su nacimiento. El Ángel del cuadro oriolano de Velázquez es analizado pictóricamente y recreado por Gaya como una parte más del mundo que está viviendo. A lo sumo, determinados temas, o más concretamente determinados estilos de las obras homenajeadas, pueden dar pie a algún que otro juego estético, normalmente de carácter compositivo, algo que finalmente podría interpretarse como un simple guiño de carácter formal.
Con esta exposición, evidentemente se une a Gaya con Velázquez, aunque no tanto por la temática empleada, ya que el tema de una obra de creación es una anécdota, una simple excusa para que pueda ser expresado y compartido el propio sentimiento, sino, más bien, por la infinita admiración de Ramón Gaya hacia la obra velazqueña, así como también, creemos, por la vigencia atemporal de ambas obras.
Juan Ballester